«Los últimos días se sienten muy raros. Es un estado alterado de la conciencia casi psicodélico, como el que se experimenta bajo los efectos del LSD o los hongos alucinógenos. Cambia mucho. Es difícil reportar el tránsito hacia la muerte».
Según se acerca el final de su vida, la profesora colombiana Tatiana Andia, de 44 años, alterna estas reflexiones existenciales con carcajadas, chistes y mucha gratitud mientras conversamos por teléfono.
Es la actitud que asumió desde que hace un año fue diagnosticada con un cáncer de pulmón incurable.
Cuando recibió el pronóstico, tuvo claras lo que llama sus «líneas rojas»: nada de quimioterapia, cirugías invasivas, intubaciones o jornadas de cuidados intensivos.»¿Y los días extra estos (no importa cuántos) son para qué? ¿Son para resistir posibles efectos adversos? ¿Son para estar ausente de los míos con náuseas, mareo y dolor de cabeza? ¿Son para estar en el mundo? ¿O para salir de él?», se preguntó esta economista, historiadora y profesora de la Universidad de los Andes en su columna de despedida en el medio Razón Pública, donde ha compartido por meses su vida con la enfermedad.
Andia ha dedicado el tiempo que le dieron a despedirse, recordar, celebrar, viajar. En fin, vivir.
Sus columnas han sido ampliamente compartidas y difundidas en redes sociales.
Su caso, admirado en un país con una fuerte tendencia conservadora donde muchas veces la vida se estima como un regalo divino que debe extenderse a toda costa.
No así para Andia, quien eligió mirar su cáncer «de buenas» y hasta agradecerle la oportunidad «de cerrar una vida plena plenamente».
Por eso, como parte de su proceso de despedida del mundo, de los ciclos que cierra con gratitud y su deseo de transmitir cómo encontró la plenitud y felicidad en su viaje final, acepta compartir estas reflexiones.
«Ojalá todo el mundo pudiera morir como yo»
«Hace unos días sufrí convulsiones. Eso es, literal, como resetear el cerebro.
Se generó mucha tensión por la urgencia, por intentar darme unos días más de vida con calidad y poder seguirme despidiendo, pero nunca se contempló que me metieran en la UCI, ni que me intubaran ni nada de esas cosas.
Fui muy enfática desde el principio con que no quería estar en el hospital. Es algo que mi papá, mis médicos y mi esposo tenían muy claro.
Así que estoy en mi casa, viviendo un proceso muy lindo de despedida.
Siento mucha fortuna de celebrar en vida mi propio funeral. La gente viene, cuenta historias, recordamos momentos.
Es algo que le desearía a todo el mundo. Si fuera posible, me encantaría que la gente muera como yo: muy feliz, muy amada, con tranquilidad, paz. Es muy especial».
«No creo que nadie viene a la Tierra a sufrir»
Desde el principio tuve claro que no quería cosas que me hicieran sufrir: nada de quimio o tratamientos agresivos.
No creo que nadie viene a la Tierra a sufrir. Nunca fue mi filosofía de vida.
Tenía un gran amigo con quien trabajé en temas de salud muchos años y que me dejó una lección de vida.
Le dio un cáncer horrible en el esófago y la forma en que reaccionó fue muy paradójica.
Siempre habíamos discutido mucho sobre el costo-beneficio de los tratamientos contra el cáncer y cuánta calidad de vida estaríamos dispuestos a sacrificar.
Él, siempre un tipo muy liberal y progresista, había dicho que no quería que le hicieran nada.
Pero cuando le llegó el cáncer no sé qué le entró. Se angustió de no haber podido completar sus cosas. Pienso que tuvo la sensación de dejarse asuntos de vida incumplidos.
De repente se dispuso a que le hicieran lo que fuera. Se sometió a cosas horribles.
Murió muy rápido, como en seis meses. Pero fueron seis meses de infamia, de tortura».
Fue una lección vital para mí y los que lo vivimos cerca.
Estaría viva el tiempo que tuviera que estar, pero sin que se convirtiera en una tortura.
Mis líneas rojas, lo que estaba dispuesta o no a hacer, fueron muy importantes para mí porque los médicos pueden ser muy insistentes.
Tienen el instinto de salvarlo a uno y ofrecer alternativas y recomendaciones.
Ahora que me dieron las convulsiones me habría parecido inhumano que me intubaran o me metieran en la UCI.
Pero claro, llega un momento en que aparecen grises en la escala, en que ya uno no anticipa las cosas que te pueden suceder o lo que te van a ofrecer para ayudarte.
«No quiero extender por extender mi vida»
Algunos de mis oncólogos, con quienes he tenido una relación muy especial, han cambiado de perspectiva y se han dado cuenta de lo que puede pasar del otro lado, el del paciente.
Lo valoro mucho porque es fácil decir que hay que ser empático y ponerse del otro lado, pero una cosa es decirlo y otra hacerlo.
Al desarrollar esa relación especial con ellos, me ofrecieron alternativas dentro mis parámetros para dar un poco más de mí.
Y entonces uno pasa a otro plano. Reconoce las alternativas, las acepta, pero no dejas de preguntarte: ‘¿qué tanto las quiero?’, ‘¿por cuánto tiempo?’, ¿para qué quiero ese tiempo’?
Hay un mantra en salud que es extender la vida a toda costa, pero pienso que vale la pena detenerse en algún punto y decir: ‘¿por qué extender si uno no sabe qué va a hacer con ese tiempo extra?’
A mí no me hace falta extender mi vida. No siento deudas. Lo que viví fue lo más pleno posible. Corto, pero sustancioso. Extender por extender no es lo que quiero hacer.
Al diagnosticarme, los médicos sí me hablaron de un medicamento que es efectivo durante un año con este cáncer raro de pulmón, con una mutación genética específica que lo hace más agresivo y más rápido en reproducirse.
Antes no existía nada similar y el cáncer de pulmón era muy dramático.
Te diagnosticaban, al poco tiempo morías y no había mucho que ofrecer. Excepto quimio, que es como matar todo.
Mi tratamiento, llamado terapia dirigida, se pega a la mutación, a la rápida reproducción de células, y la detiene por un tiempo.
Es poco tóxico, sin efectos adversos. Se toma en casa, oral, una pastilla al día.
Salvo una acné juvenil y algunos problemas de estómago, brinda una buena calidad de vida que me permitió viajar, interactuar, bailar, brincar.
Me dijeron que en promedio duraba un año, aunque también me hablaron de pacientes que habían durado hasta ocho.
Me mentalicé para un año y para los controles que me hacían cada tres meses.
‘Mira, voy a vivir de tres meses en tres meses y haremos todo lo que se pueda hacer cada tres meses para ser lo más felices posibles’, le dije a mi esposo.
Entonces comenzamos a viajar, fuimos a Italia, hicimos muchos periplos, recorridos para ver amigos, gente que amamos.
Limpiamos nuestra vida de todo el exceso de basura, de la pendejadas y cosas insulsas que uno hace por estúpido.
Soy profesora, me gusta enseñar, y eso también me dio vida y frutos en este tiempo.
«Mis familiares son mis primeros fans»
Nadie en mi familia se opuso a mi decisión de no someterme a tratamientos agresivos.
Mi papá es médico y, aunque su instinto natural es salvar vidas, también es muy humano. Habíamos discutido mucho estas cuestiones.
Tiene una visión muy holística de la medicina, liberal, progresista.
Siempre fue respetuoso con mi decisión, aunque tampoco significa que no me contraargumentara si no estaba de acuerdo con algo. Al final, mi padre es un gran fan mío, admirador de mi capacidad de tomar mis decisiones con argumentos.
El apoyo de mi familia ha sido excepcional y, de nuevo, soy muy afortunada por la familia que me tocó tener. Tienen personalidades distintas, unos más receptivos que otros, pero siempre me apoyaron.
Repito, no significa que no me contraargumenten.
Mi tía, la hermana de mi madre, por ejemplo, con ese instinto de madre que tiene porque mi mamá ya no está, me dice que todavía me falta un «hervor» antes de morir.
Algo le dice que no me puedo adelantar ni atrasar en mi muerte.
Lo que vivo con mi familia es una retroalimentación amorosa, muy linda, que aprecio y sé recibir.
«Mi cáncer me ha dado una oportunidad única»
Como todo en la vida, el cáncer puede tener una dimensión positiva.
En mi caso, la apertura de hacerme muchas preguntas que he intentado responder en mis columnas.
Es una oportunidad única de cerrar una vida plena plenamente, que es lo que siento que me está pasando ahora.
Es un cáncer, no un accidente. Cualquier día uno se puede accidentar, te atropella un carro, y desconozco si en ese caso uno estaría listo para morir.
El cáncer me permitió cerrar, despedirme, disfrutar, ponderar la vida, ver si cumplí mis proyectos.
Y, además, me lo permitió hacer con una calidad de vida bastante importante durante un tiempo prudencial.
Un año es harto tiempo para vivir feliz.
Uno podría enmarcar esta experiencia con otros ojos, de malas, pero yo me he sentido muy de buenas en todo.
Los recuerdos de los últimos días
Según se acerca el final, mi cerebro hace conexiones inusuales.
Mientras cuento esto tengo la sensación de estar aquí, pero también fuera. Me pasa mientras interactúo, pero también cuando estoy sola, en silencio.
Siento que estoy en varios sitios, que tengo conversaciones simultáneas.
Me pasa mucho, cuando dormito, que alucino con conversaciones no verbales, sino existenciales, donde me despido de gente, de momentos, y cierro ciclos.
No sé si esto sería disfrutable para todo el mundo. Al comienzo no era chévere porque sentía energías que jalaban, extrasensoriales, que podían ser angustiosas.
Hablaba con mi padre que me frustra que haya pocos registros existenciales o clínicos sobre esto que me pasa.
Entiendo que la gente se muere y no se pone a registrar cómo se siente morir.
Por eso hago el esfuerzo de transmitir esto, decirle a mi padre que anote todo porque me parece útil para otros que lo experimenten y no encuentren herramientas.
En los últimos días también se recuerda mucho la infancia, cuando era pequeña, muy chiquita.
Precisamente, un día después de las convulsiones, sin convocarles, me visitó gente de aquella época, amigos del jardín infantil.
Muchos ni siquiera sabían que había sufrido las convulsiones. Resulta que toda la tarde se trató de eso, de mi infancia.
En este proceso de muerte tranquila, en mi casa, hay momentos de recorrido, de ponerle un ribón a la vida.
Cuando no esté…
He pensado en el momento en que no esté.
Por una parte, en cómo facilitar el duelo de la gente que amo.
Empecé a escribir columnas para eso, para que mi ‘viejo’, mis hermanos, mi marido y demás seres amados comprendieran cómo transitar esto juntos, en vida, antes de que muera.
Pienso que la gente pospone esa vaina hasta el final y se puede hacer desde antes.
En general, la sensación de ahora, de mi entorno y mi círculo es que ese duelo será mucho más fácil porque recorrimos este camino juntos.
Hacer duelo en vida es lindo y más amoroso porque uno está más acompañado.
Uno también puede sentir miedo a perderse algo, aunque creo que no haber tenido hijos, no tener ese amor, me liberó mucho de ese miedo.
Pienso que ese es el temor que alguien de mi edad sentiría como el peor si estuvieran en mi situación.
Aunque si te digo la verdad, no he sentido como grave pensar en las cosas que me voy a perder.
Tengo la sensación de que estaré igual, jalándole las patas de alguna forma a todo ser querido que le esté costando ser feliz cuando ya no esté».